Por segundo año consecutivo, el Premio Alfaguara de Novela nos trae un libro mediocre que inundará todas las librerías, cafés, puestos de revistas, supermercados, aereopuertos y centrales camioneras, además de, en unos meses, bibliotecas públicas y privadas, casas de cultura, el metro del D.F., escuelas y talleres de lectura.
Y yo, esclavo de la publicidad, pensé que en esta ocasión podría darse el milagro de conjuntar en un mismo libro, Delirio, la buena literatura y el éxito comercial. Y aún me pregunto por qué lo compré.
Quizá por que el único libro que había leído de Laura Restrepo, Dulce Compañía, me pareció hermoso. Dulce Compañía lo podría leer mil veces y seguirme sorprendiendo cada página que pasa, volvería a llorar, volvería a enternecerme y seguiría pensando en él, angelical, durante meses. Delirio, en cambio, es de esas novelas en las que sólo se quiere llegar al final, terminar, cerrarlo y olvidarlo para siempre. Con personajes tan burdos como Midas McAlister, la Araña Salazar, el Joaco o tan ridículos como el Bichi Bichito o el abuelo Portulinus, todo apesta a Isabel Allende y sus historias de familias insanas.
Quizá lo compré porque el presidente del jurado fue Saramago y lo consideré por lo menos un poco poeta, nunca pensé que fuera tan ¿sensato? como para distinguir una novela tan vendible. No me interesó que la mitad del jurado estuviera compuesto por periodistas, guionistas de cine y directores de canales de televisión, clara señal de la naturaleza del premio.
Quizá recordé los primeros premios en que los ganadores eran Eliseo Alberto y Manuel Vicent, Caracol Beach y Son de Mar, y me olvidé de los últimos diablos guardianes y reinas voladoras.
Quizá soy un pendejo porque lo más seguro es que, aunque reniegue mil veces, el año que viene, gane quien gane, juzgue quien juzgue, por lo menos leeré una vez al siguiente ganador.